La Diosa Alada

La vi por primera vez aquella noche, dormido entre brazos amantes. Mis sentidos apenas podían comprender lo que mis ojos gritaban al límite de sus fuerzas. La más bella imagen que haya visto en mi vida y, sin embargo, de ella se desprendía una profunda tristeza. Una tristeza antigua como los picos de las montañas y los arboles milenarios, inundada de un pesar cuya razón desconocía.

Aquella primera vez que la vería, en mis ojos se quedó grabada para siempre. En la retina de mis sueños.

Era como un reina bella y lejana. La nota que daba color a aquellas tierras tan frías.

Su cabello brillaba azabache como los mismos rayos de la Luna Oscura. Su cuerpo era de carne del color del cielo del invierno y cristal vivo.

Se cubría con una armadura de jade azul y una capa blanca de alguna tela que yo no conocía ni vería salvo con los ojos de la mente.

Portaba en su mano izquierda una espada pues estaba condenada a batallar cada día.

A su lado, un cisne la acompañaba, como si de una mascota se tratase.

Ella me había visto y se giró para hablarme.

Su voz era suave y dulce. Sus ojos se clavaban en mí, azules como el lapislázuli.

Todo mi cuerpo tembló.

Me preguntaba quién era. Yo le contesté.

Ella me observó nuevamente. Grande su tristeza pero más grande su curiosidad. Sus ojos fijos en mí parecían querer, y poder, leer mi alma.

Desperté.

 

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